El olvido, dice el poder, es el precio de la paz, mientras nos imponen una paz fundada en la aceptación de la injusticia como normalidad cotidiana. Nos han acostumbrado al desprecio de la vida y a la prohibición de recordar. Los medios de comunicación y los centros de educación no suelen contribuir mucho, que digamos, a la integración de la realidad y su memoria. Cada hecho está divorciado de los demás hechos, divorciado de su propio pasado y divorciado del pasado de los demás. La cultura de consumo, cultura del desvínculo, nos adiestra para creer que las cosas ocurren porque sí. Incapaz de reconocer sus orígenes, el tiempo presente proyecta el futuro como su propia repetición, mañana es otro nombre de hoy: la organización desigual del mundo, que humilla a la condición humana, pertenece al orden eterno, y la injusticia es una fatalidad que estamos obligados a aceptar o aceptar.